22 mayo 2008

La vida echada a perder por la fama del narco

Es dura la vida cuando el narco es la vida misma. La existencia cotidiana… Es dura la vida cuando el narco echa tales raíces que ya es el aire caliente y sofocante que se respira cada día. El terror que acecha cada rostro, cada mirada, cada frase, cada gesto, cada silencio, cada gota de sudor provocada por la desconfianza que corroe a un pueblo.

Es dura la vida en la Costa Grande de Guerrero, donde las cosas del narco son las cosas de cada jornada. Es dura la vida en Petatlán cuando el narco anda suelto, loco, alebrestado, tirando balazos por doquier.

Como ocurrió aquí, en el número 32 de la calle 5 de Mayo, en el centro de esta cabecera municipal, en la casa de Arminda de la Cruz. Eran las 00:30 horas del domingo 4 de mayo. Dos minutos bastaron para que entre 40 y 50 sicarios, armados con fusiles AK-47 y rifles AR-15, abanicaran las paredes, puertas y ventanas del hogar de Arminda: las ráfagas de viento, pólvora y metal de 150 proyectiles dejaron sus huellas aquí, allá, por todos lados, en las banquetas, en la sala, en los balcones. Y peor: en los cuerpos masacrados de dos de sus hijos: Roosevelt, de 31 años, y Alejandro, de 26.

Es dura la vida cuando la fama de un hombre —de un marido— lo viste de narco. Y es más dura la vida cuando la fama de un joven —de un hijo— lo sella de narco. Así le pasó a doña Arminda. Su esposo, el ganadero Rogaciano Alba Álvarez, tiene fama, leyenda y hasta corrido no sólo de cacique de la región, de talamontes asesino de campesinos y represor de opositores, sino de narco. Él ya se salvó en tres intentos de ejecuciones. Pero Roosevelt y Alejandro, no. Y Karen, su hija de 19 años, tampoco: luego de que los sicarios mataron a los jóvenes frente a su hogar entraron a la casa de Rogaciano, lo buscaron por todos lados, no lo hallaron y entonces, a cambio, se llevaron a la muchacha. Pleito de cárteles por el control del narcotráfico en la región, disputa en la que estarían involucrados Rogaciano y su hijo Roosevelt.

Doña Arminda, custodiada por agentes estatales y federales, primero dice que no quiere hablar, pero ante la insistencia, accede a recibir al fotógrafo y al reportero. Y jura que no. Que ni su marido (fugado) ni sus hijos andaban en el narco.

—¿Tantos años con él, y no voy a saber lo que hace? ¿No me iba a dar cuenta si anduviera hacien-do eso?

Es dura la vida en tiempos del narco. Antes de la entrevista la esposa de Rogaciano vigila que unos obreros resanen bien la fachada de su casa: uno, dos, tres, cuatro, cinco… Como 30 orificios tapan los albañiles. De algunos hoyos extraen ese pavoroso metal aplastado que hallaron ahí, incrustado: restos de balas, huellas del aliento letal del narco.

—No somos monedita de oro, pero, ¿narcos? N’ombre. Vea usted mi casa, pásele a los cuartos (es una casa de clase media, sin ostentaciones excesivas, igual que la ropa de la mujer). ¿No se notaría? Yo hago y vendo queso de rancho desde hace 26 años. Ni modo que lo simulara si tuviéramos dinero de narco. Dice el dicho que hay dos cosas que no se ocultan: la panza y el dinero. ¿Luego?... También dicen que es cacique. Él no acapara nada. Él participa. Él no va, a él lo vienen a buscar para que le entre a un negocio o para que pague una campaña de un político, pero no es cacique. Si le tuvieran miedo no se le acercarían…

Platicamos en lo que solía ser la sala del hogar. Ahora es un salón vacío cuyas paredes están llenas de huecos resanados. Nos sentamos en unas sillas de plástico junto a varias veladoras prendidas que arden en el piso, pegadas a un muro, justo en el sitio donde esta mujer arrastró los cuerpos de sus dos hijos ensangrentados recién ejecutados. Por eso Arminda llora de cuando en cuando en la charla.

—Aunque fuera, que no es narco Rogaciano, ¿qué culpa tienen los hijos de lo que haga el padre? ¿Por qué la saña? Si hubiera sido al menos un enfrentamiento, que mis hijos se defendieran, pero así, con esa saña... Y mi hija. Si tienen corazón que me la devuelvan. Si no está viva, que me digan dónde la dejaron para que mis tres hijos estén juntos… A esos que los mataron quisiera tenerlos frente a mí para preguntarles por qué tanto coraje. Por qué tanto odio. ¿Por qué?… Ojalá que sus mamás no sientan lo mismo que yo…

No habla, sollozante, la esposa de Rogaciano, del presunto narco. Habla la madre de dos hijos asesinados y una hija secuestrada, los tres en un suspiro maldito del narco.

—Nosotras, una de mis nueras y yo, con sus tres hijos chiquitos, andábamos viendo la tele cuando empezó la balacera, y nomás gritábamos desde dentro de la casa: “¡No tiren, no tiren!” Nos pusimos a rezar en el piso. “¡Pónganse boca abajo, vamos a rezar!”, les decía yo a los niños y a ella…

La mujer se lleva las manos al rostro, se le nublan los ojos, la mirada se le aterroriza de nuevo.

—¿Dónde está Rogaciano? —le gritó uno de los sicarios que revolvió su casa. Arminda, de hinojos, alzó el rostro, se armó de valor, y lo miró a los ojos:

—Sólo Dios…

La mujer medita unos instantes y reflexiona con severidad: “No sé si decir ‘gracias Dios que no me mataron a mí también’. ¿Sabe usted, señor, el dolor que me dejaron? Dos hijos, una hija. A la mujer que le matan al esposo es viuda. A la que le matan a los padres es huérfana. Y la que le matan los hijos, dígame: ¿qué es, señor? ¿Qué es? Ya no es nada. Siento que me mutilaron un pedazo del corazón. Me deshicieron, señor...

El narco que duele, el narco que deshace, el narco que mutila.

El narco...

Ya le habrá preguntado a su esposo si es narco (en una llamada a la radio estatal, luego de la ejecución, Rogaciano negó ser narco y afirmó que “gente de poder” del estado lo quiere “mezclar”)…

—Rogaciano, en broma, me dice: “Es más lo que es que lo que te dicen que es”... Él dice que no, que alguien quiere echarle a perder la vida…

Rogaciano y la vida echada a perder por la fama de narco. O por narco, a secas…



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