Jesús Mendoza Zaragoza
La escalada de violencia de las últimas tres semanas está sometiendo a nuestra ciudad a una situación límite con variadas reacciones. Hay quienes aún siguen negando la gravedad de la situación, como si todavía hubiera control sobre las fuerzas disgregadoras del crimen organizado, factor principal de la violencia que nos agobia. Esta es la reacción común de las autoridades que siguen minimizando la violencia y sus estragos. Ellos dicen que no afecta al turismo, que los visitantes siguen viniendo, que los criminales no nos han rebasado.
Otros, los más, se van sumergiendo paulatinamente en el miedo como un manto que aparta de la realidad en un intento de autoprotección. Han decidido irse de la ciudad, aislarse en sus casas, limitar el contacto con la realidad y callar. El impacto de la violencia es tan fuerte que se ha hecho insoportable e instintivamente se busca sobrevivir así sea en medio del miedo. Este es el caso de la mayoría de las víctimas de la violencia y de quienes han sido tocados de cerca por alguna de sus expresiones.
Lo cierto es que vivimos en una ciudad amedrentada, donde nadie puede sentirse a salvo. Las balaceras nos sorprenden por todas partes sin que nadie pueda poner control. La ingobernabilidad se va haciendo cada día más visible. Nos están cambiando costumbres, rutinas, hábitos y horarios. El miedo se apodera no sólo de los individuos sino de las colectividades, del espacio familiar y de los espacios comunitarios. El miedo ya tiene perfiles colectivos.
El miedo es un elemento funcional a las organizaciones criminales que se han apoderado de nuestras calles imponiendo sus símbolos de muerte. La exposición de los cuerpos profanados de sus víctimas, como si fueran trofeos, impacta en el desarrollo del miedo a niveles de terror. Los grupos criminales han podido acorralar en el miedo a sectores amplios de la población que se resignan y no logran entender de manera crítica lo que está pasando.
¿Qué podemos esperar del miedo? Sencillamente se da lugar a la irracionalidad y a una parálisis social que inhibe y bloquea toda participación de los ciudadanos en la solución de los problemas. El miedo, con su intensa carga emotiva, nos arrebata lucidez para pensar, para razonar y determinar las respuestas más adecuadas a los eventos violentos y nos puede ir encauzando por los caminos de la locura.
Esta situación se vuelve dramática porque los ciudadanos indefensos tenemos que ocuparnos de nuestra seguridad, que puede ir en la dinámica del aislamiento y del debilitamiento del tejido social. En lugar de buscarnos unos a los otros para buscar soluciones, nos encerramos en nuestras burbujas de autoprotección y fortalecemos el círculo del miedo.
Desde tiempo ha, se ha dicho que el asunto de la violencia no tendrá solución sin la participación activa de los ciudadanos, lo cual requiere la elaboración de los miedos para manejarlos de manera racional y trabajar por la superación de la violencia y por la paz. Una ciudadanía amedrentada, que abandona los espacios públicos y, sobre todo, la participación lúcida en la solución de los problemas sociales, es lo más funcional a los criminales y también a sus cómplices en las instituciones públicas.
Por ello, es indispensable un trabajo cuidadoso y certero para procesar los miedos, tanto los individuales como los comunitarios. De hecho, cada quien decide lo que hace con sus miedos y cómo los maneja, pero no estamos entrenados para manejarlos de manera racional y para superarlos, de manera que como ciudadanos tomemos la responsabilidad que nos toca para exigir justicia.
Es necesario un proceso que ayude a las víctimas de la violencia a superar su situación traumática que los paraliza, para convertirse en ciudadanos que estén en condiciones de exigir justicia. Este es un gran desafío: pasar de la victimización a la ciudadanización.
Los pocos ciudadanos agraviados por la violencia que se atreven a exigir justicia, lo hacen de manera aislada y con muy escaso éxito. Si las instituciones encargadas de procurar y administrar justicia no se distinguen por su diligencia y eficacia, no están en condiciones de hacer justicia a personas aisladas. De ahí que sea necesario que los ciudadanos que han sido víctimas de la violencia piensen en hacerse visibles y organizarse para exigir justicia con más posibilidades de alcanzarla.
La apuesta del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad por las víctimas como sujeto fundamental de la construcción de la paz en México, representa un reto de inmensas proporciones que pasa por el apoyo a las víctimas, para que transformen su dolor en responsabilidad social y puedan participar activamente en la exigencia de que cada caso quede aclarado. Mientras que la sociedad en general está convocada a hacerse solidaria con las víctimas directas de la violencia, generando iniciativas, desde las más modestas en cada localidad hasta las que implican la interacción con organizaciones e instituciones empeñadas por la paz.